Por: Andrés C. Notni
Pronto se dio cuenta de que la fiebre no era por ninguna enfermedad. No obstante, aquello no le tranquilizó demasiado al descubrir la verdadera razón. Esa sucia niña no tenía ningún moretón o mancha alguna, eran las escamas; su disfraz no había podido cubrir los rasgos delatores de los ojos, que desvelaban su verdadera identidad. ¿Cómo había podido ser tan tonto, tan ciego a señales tan evidentes? (Porque eres un completo animal carente de razón). Enseguida ató los cabos faltantes: la voz salida de esa garganta infantil metamorfoseada en un canto con cierta carga de vejez y, sobre todo, de un maduro libertinaje; la fingida timidez tratando de ocultar la experiencia, es decir, una veteranía en las artes amatorias mal disfrazada de inocencia, traicionada al segundo en que las puntas de sus lenguas se tocaban, o en la dosis exacta de saliva que la pretendida chiquilla imprimía en sus besos; la forma de mover disimuladamente las caderas para provocar más y más a su atacante hasta hacerlo estallar de placer. Era ella, la dulce ninfa fulgurante, oculta tras una capa de decorada cera. (Por fin ocurrió… has perdido la cordura). Eso explicaba su ausencia. (De cualquier modo, el mundo no se pierde de mucho). La urgencia de él por poseer a una deforme que en ningún universo le hubiese atraído. (Te la diste porque eres un degenerado). (Dale por las nalgas, hunde la cabeza en su pucha, devórale el clítoris, arráncaselo a mordidas, reviéntale el ano, sácale hemorroides, tírale los dientes para que te la chupe bien sabroso, dale hasta por las orejas, entre las tetas, en las sangrías, que te arranque el pellejo con su vulva voraz). A la siguiente vez ya no habría necesidad de esconderse, ambos sabían que su amor era correspondido y podían unirse en un abrazo para conocer un mundo en donde sólo existieran ellos dos. Adiós.
En la Cámara, hacía una semana que no sabían nada de Alejandro, aunque a nadie le preocupó mucho un hecho considerado normal entre los legisladores; empezarían a alarmarse aproximadamente un mes después, cuando los políticos más avispados y mejor enterados comenzaran a armar el rompecabezas. Mientras tanto, el hijo de quien cerca de dos años más tarde protagonizaría un escándalo de enormes proporciones, se preparaba para una noche en vela.
Pasó la mañana y la tarde sumido en un sueño turbado por horribles fantasías de cucarachas saliendo por el ano, con un dolor insoportable en las entrañas que prometía una evacuación sin fin. El pene le picaba hasta el ardor. Al momento de orinar, una antena se asomó por la uretra, junto a la sanguaza que salpicó el excusado. Regresó al mundo de la vigilia con brusquedad, la colcha empapada y el dolor que había trascendido el plano onírico. Se sentía tan cansado como si no hubiera dormido nada. Sin embargo, no desistió de su propósito. Era el día de la comunión con su otra mitad.
Bajó a prepararse un trago de Borbón, compañero inseparable en esos días de confusa y deliciosa angustia. El sol apenas se ocultaba cuando puso los hielos en el vaso, mas al dar el último sorbo, la negrura dominaba cada rincón. Regresó a la recámara para seguir la flagelante espera. Los genitales se sentían calientes, presas de una comezón que lastimaba. (Ya no queda sangre en esa verga tuya, es una masa deformada por las ronchas, la sífilis y la simiente infecta). Horas sin parpadear, con un único pensamiento en la cabeza. No, no era el único, pero sí el más importante; a él se unían los recuerdos difusos de su aventura con la mujer disfrazada de chiquilla, el orgasmo criminal, la caricia de la enmascarada, los restos del gato escurriendo por las cuencas el néctar de ese lunático. Lo rememoraba como si los eventos hubieran tenido lugar un lustro atrás. Llegó la hora en que debían escucharse los pasos. Alejandro lo supo sin la necesidad de mirar el reloj; su cerebro se había sincronizado con el espíritu de su amada. Pero ella no aparecía. (Te abandonaron por ser tan poco hombre). Los dedos le chasqueaban de ansiedad.
De nuevo visitó la cantina, llenó el vaso de alcohol y lo dejó sobre la barra, sin darle ningún sorbo. Una olla en la estufa aún humeaba con los restos del último animal que le había dejado su preciosa visitante. (Tiene días que no aparece… ¿de dónde salió ese manjar?). Al ambiente le faltaba el aroma a jazmín, aunque se percibía ligeramente el olor ya familiar de la carne putrefacta.
Subió entonces a la azotea, el útero donde había sido concebida esa embriagadora obsesión. A mitad del camino, el corazón de Alejandro dio un salto de alegría al escuchar el susurro de una tierna balada de cuna. Empero, al liberar el cerrojo de la puerta y recibir los rasguños del frío, la voz de soprano agudizó una octava y se transformó en el plañir de miles de bestias sentenciadas al insondable dolor. Tan punzante fue el aullido (o los aullidos) que Alejandro perdió el equilibrio y cayó de bruces, sin decidir si cubrirse los oídos o luchar por incorporarse. El viento se cubrió con telarañas ondulantes, como una pegajosa y sobrenatural neblina. (Así debe ser el humo saliendo de la lava en el infierno). En una esquina vio a la mujer, enfundada ahora en un vestido negro de encaje que mejor parecía un velo de cuerpo completo; alrededor de ella, el brillo más intenso que nunca, pero también más anaranjado. No se veía tan alta como las otras veces. (Está de rodillas, como rezando; es ahora o nunca: acércate despacio, levántale la falda y sumérgete en su ano; luego empujas a la ramera). Estaba muy cerca del borde.
La entidad se dio cuenta de la presencia de Alejandro. Giró la cabeza, la máscara chorreaba gotas de cera y se deshacía lentamente; un ojo verde esmeralda se fijó en los labios de ese hombre, rodeados por una barba de tres días. Los bramidos se silenciaron, el humo se dispersó y el aura de la dama se aclaró hasta volverse casi tan blanca como la luna llena.
Alejandro se incorporó. No tenía miedo, sino una excitación difícil de explicar, igual a la ansiedad que ataca a un adicto cuando ha pasado muchas horas sin recibir una dosis. Cayó de rodillas y abrazó a su doncella, hundió la cabeza en la rasposa tela del vestido y le besó la espalda. Olía a hierbabuena. Por fin la había encontrado y reconoció el movimiento ondular, apremiante, de la niña del callejón. (¡Vas! Pinche enfermo, ¿qué esperas? Piensa en la mocosa, viola a esta puta, hunde tu vara en su mierda, que su ano te arranque ese glande irritado, hinchado, maloliente, lleno de pus). Le bajó el velo y quedó al descubierto un cabello azabache que llegaba un poco más abajo de los hombros. Jaló de él, lamió el cuello largo de esa sacerdotisa fantasmal. La cera seguía cayendo, liberando humo cuando tocaba el piso. Pudo por fin tocar sus labios, gruesos, pintados de púrpura. (No es pintura). Metió los dedos en ellos, la lengua. Las manos bajaron por la garganta y llegaron al busto. Ahí se encontraron con los brazos de la ninfa. Los apretaba con firmeza contra el pecho. Rozó con las uñas y las yemas cada parte de esas dos esculturas, los hombros, los codos, las muñecas, los dedos aferrados a algo, y halló una tercera mano, suave y helada de piel.
La figura giró sobre su cadera, igual a un muñeco y quedó de frente a su amador, con los dos ojos de esmeralda descubiertos y restos de cera pegados como rocío a las pestañas. Su piel era blanca, podría jurarse que transparente; sus labios seductores estirados en una sonrisa altiva y, por ello, excesivamente atractiva. En efecto, una mano ajena, con las uñas pintadas de rojo, le cubría la mama izquierda, tapando el corazón. La dama aparta de su cuerpo el miembro amputado y acaricia con él la mejilla de Alejandro. Él, en su fuero interno, libra una batalla entre el horror y el más hondo enamoramiento. (No seas joto, ¿a cuántos ya te has echado tú? Ah, sí, como todos los de tu clase eres un cobarde que se limita a contarle a su papi cuando alguien te tiene cansado, pero tú no tienes los huevos para hacer nada por ti mismo). Un ardor líquido en el pene le anuncia la salida del pus. (Pus, semen, orina, para ti ya es igual). La extremidad cercenada baja por el vientre y el hijo del ministro no puede luchar más. Él mismo se quita los pantalones y deja que la delicada mano lo transporte al Edén. La doncella mueve la boca sin emitir sonido alguno, aunque no hace falta, Alejandro entiende a la perfección. La azotea desaparece entre nubes de placer. Ante sus ojos se ofrecen promesas de eternidad. Un torso abierto, con los intestinos latiendo. Qué delicioso enterrar ahí la verga. Después, la encomienda de la amada le quitaría el pavor que sigue a la dicha. Firmar con el nombre de ella el cuerpo que representa el camino a la beatitud. Llegar a casa, acostarse a esperar su canción favorita para sumirse en el más dulce sueño. Hacer el amor con la única que existe en el universo. Que se la mame, que ofrezca el culo, que apriete bien duro la verga entre las tetas. Una cabeza con la boca abierta para descansar ahí un rato. Un cuerpo entero, sólo para divertirse.
Alejandro despierta entre risas y lágrimas. Las cucarachas han fornicado con las chinches que llenan su lecho. Baja a la cocina, toma un whisky, encuentra la hoz que le recuerda el dedo corazón de su mujer, y sale a la calle.
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