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Foto del escritorCírculo Lovecraftiano

"Los último días de Anthibitas" Por Cuervoscuro

Capítulo 1


Mi nombre es Yaranama.


Nací donde nacen los montes más altos del mundo, y crecí a la sombra de sus cimas siempre blancas. Fui el séptimo hijo de mis padres, quienes eran hortelanos y comerciantes de flores: lotos de ornato y orquídeas venenosas que endulzaron la mirada de príncipes o que les dieron muerte, sirviendo a los mecanismos ocultos que mueven los moradores de este mundo, quienes desafían a veces las órdenes de los dioses.


Escucha mi historia, niña de piernas veloces. Voy a contarte sobre lo que vi antes de que las olas del mar terminen de tragarse los puertos, antes de que las lluvias nos abandonen para siempre, y de que llegue el invierno de la barbarie, para que corras al sur, y un día a través de tu voz, los hijos de las mujeres por venir conozcan la gloria de las ciudades de quienes los precedieron, y la maldición que cayó sobre ellos, llevándolos a su ruina.


Yo Yaranama, a la edad de doce años fui entregado al monasterio del dios Ashiv, el que tiene un ojo en cada estrella y vigila los sueños de las mujeres y sus hijos. Fue así porque desde mi concepción estaba decidido. Con el miedo de un niño, emprendí el camino del escriba: Los sacerdotes me enseñaron a escribir en las tablillas de barro con el punzón, y también a interpretar los idiomas secretos de los pueblos de la alta montaña y también de los lenguajes guturales y primitivos de los pescadores del Río Sagrado. Cuando demostré ser capaz de interpretar correctamente las escrituras de las cavernas, evitando que me arrancasen los ojos en castigo; fui además nombrado Escriba y empezó el verdadero viaje de mi vida.


Tenía dieciséis años cuando Ashiv eligió mi destino, a través de las visiones del Gran Sacerdote del templo: Yo debía emprender un largo viaje, a donde se pone el sol, para llevar la palabra de los dioses de las montañas a los habitantes de los tres imperios de occidente, allá donde las cúpulas de oro coronan los sueños de las tres reinas. ¡Quiso Ashiv que yo viera la belleza de las ciudades blancas que cubrían islas enteras, y que apartara la mirada de aquellos horrores, por los que hoy sus dioses impíos celebran un festín con los cuerpos de nobles y esclavos por igual, mientras se hunden hacia las fauces del abismo oceánico!


En la desembocadura del Río Sagrado, era muy sencillo encontrar capitanas dispuestas a contratar remeros, pero había escuchado las historias sobre el destino de quienes elegían ese oficio creyendo que viajarían a tierras remotas haciendo a la vez algo de dinero: la mitad moría de cansancio a media jornada, y la otra mitad terminaban tan agotados que, indefensos, eran rematados como esclavos al llegar al siguiente puerto. Así que viajar remando no era una elección sabia. Después de dos días vagando en los muelles y durmiendo en un callejón, encontré a una capitana devota de Ashiv que me permitió pagar mi viaje ofreciéndole mis servicios como intérprete de la mercader que recién había fletado su embarcación. De esas mujeres no recuerdo ya sus nombres, pero mi empleadora demostró ser tanto amable conmigo, como brutal con su tripulación. De la mercader solo puedo decir que era una matrona obesa, que llevaba pieles de tigres dientes de alfanje a la Tierra Entre Dos Ríos, y que a cambio compraba pieles de camelopardo.


¡Sé que tus piernas están ansiosas por emprender la huida, niña mensajera! ¡Que eso que retumba no son truenos en el cielo, sino la furia del mar destrozando palacios, mercados y chozas en su avance tierra adentro! Pero aquí en la montaña Ashiv nos protege de las aguas heladas, aunque esta cima esté tan lejos de la que alberga sus templos.


Como dije antes, a la mitad de la jornada, siendo el día diecinueve de nuestro viaje; mujeres y hombres comenzaron a desfallecer en los remos por igual. Al primer indicio de que alguien bajaba el ritmo, el tamborilero gritaba a cubierta, y la contramaestre dejaba su puesto, para motivar a todos a continuar, dando latigazos al azar en las espaldas de todos los remeros sin reparo. El olor a sudor, sangre, orines y sal, iba aumentando, y en los días calurosos con viento en popa, era posible percibirlo aun dentro del camarote de los oficiales. La primer baja fue un hombre de edad avanzada, que se desplomó junto a su compañero. Sin confirmar si era un desmayo por agotamiento o si realmente estaba muerto, uno de los tripulantes más robustos lo tomó en sus brazos, y por órdenes de la capitana lo arrojó sin ceremonia por la borda.

Al disminuir el número de remeros, las raciones destinadas a los demás aumentaron. Los más fuertes ahora podían comer y beber un poco más, pero debían compensar la pérdida de potencia redoblando su esfuerzo.


En la noche del vigésimo primer día, con la luna llena ofreciendo su luz, la capitana permitió que mujeres y hombres de la tripulación la acompañaran en la ceremonia de gratitud a la Diosa Madre. Este respiro generoso fue bien recibido por los remeros sobrevivientes, quienes pudieron tomar un día de descanso y compartir con nosotros un trago de vino de arroz. Si bien no me había sentido mareado por el viaje, a pesar de ser el primero de mi vida, el efecto del alcohol me obligó a aferrarme a la baranda de la nave. Con viento calmo y suficiente luz, a pesar de mi embriaguez pude ver las aletas triangulares que cortaban el agua alrededor del barco: los tiburones habían entendido que si eran pacientes, podían recibir comida suficiente y relativamente constante. ¿A qué dioses oscuros servían aquellos peces? ¿Eran los mismos dioses del mar, llenos de dientes afilados, adorados por las mujeres y sus hijos? ¿O adoraban a la fría oscuridad hendida por la sangre que derramaban?


Al día siguiente, no hubo viento que hinchara la vela, y los remeros tuvieron que esforzarse aun más en recorrer la distancia que demandaba la capitana para llegar a tiempo a puerto. Dos hombres y una mujer murieron antes del atardecer.

Cuando el marinero que hacía las veces de sepulturero apareció en la cubierta con una mujer al hombro, yo estaba conversando con la comerciante de pieles. Ella mencionó que le había parecido notar un débil movimiento en la mano ampollada de la remera, como si aún estuviera viva. Me acerqué al hombretón que la llevaba y le pregunté si estaba seguro de que aquella mujer estaba muerta. Me miró y respondió que su piel seguía tibia y su corazón latía. Sugerí que si la dejaban descansar unos días tal vez se repondría, a lo que el marinero mostró una mueca a modo de sonrisa y me preguntó si yo tomaría el lugar de cada remero que quisiera descansar. Bajé la vista, acobardado, y no dije más.

Vi morir muchas mujeres y hombres ante los toros sagrados de Anthibitas, fallando el salto sobre sus cuernos. Vi morir a muchos en las guerras tributarias exigidas por Anthinea para sacrificar a su diosa reptiliana de la guerra. Y aunque vi el rostro agónico de aquellos antes de exhalar su último aliento, no puedo olvidar el rostro de aquella mujer, quien resucitó al sentir el impacto de su cuerpo en el mar, para después alzar su mano hacia mí, suplicando ayuda con un jadeo… Uno que se convirtió en un borbotón sangre, vomitada por su boca en cuanto el primer tiburón clavó sus dientes en ella. La mirada de odio y horror que me arrojó la mujer, persiste en mis pesadillas como un reclamo que el mar no pudo ahogar.


(Continuará)

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