Capítulo 1 - Segunda Parte
En las montañas donde yo nací, dicen que los hijos de las mujeres pueden maldecir a sus iguales con el último respiro que les quede. Pero para quienes viven en los tres imperios de occidente, los que mueren ya perdieron su derecho de molestar a los vivos, y esas maldiciones no existen. Pero yo te puedo decir que aun hoy, años después de caminar sobre los adoquines de las grandes urbes, nunca dejé de creer en lo que me enseñaron mis padres.
Al completarse el ciclo lunar de nuestra partida, y faltando poco más del último cuarto del viaje, nos encontramos con una corriente de agua oscura y densa, que hedía a peces muertos. No pude evitar buscar a los grandes tiburones que seguían a la nave, notando que no estaban, probablemente repelidos por el agua contaminada. La capitana nunca había visto algo así, y ordenó fondear la nave mientras averiguaba si había errado el curso. Era necesario esperar la noche, donde Ashiv nos mostró todos sus ojos y ella pudo comprobar que la ruta era correcta. Se levo el ancla y el viaje continuó internándonos en las aguas de asquerosa negritud, cuya corriente nos impulsó a favor del viento, haciendo que el trabajo de los remeros fuese un poco más descansado.
Al cabo de dos días, el curso seguía siendo el correcto a pesar de que el mar se había vuelto negro hasta donde alcanzaba la vista, tal como el cielo azul del mediodía se convierte en manto oscuro en una noche sin estrellas. Entre la tripulación, algunas mujeres empezaron a chismear, habladurías que llegaron a oídos de una contramaestre que se encargó de callarlas con la amenaza de su látigo. La mercader se retiró a su camarote, incapaz de seguir respirando el aire pestilente, y pasando la mayor parte del día sedada con bálsamo de adormidera.
En el trigésimo tercer día del viaje, la corriente cesó, y a pesar del esfuerzo de los remeros, la nave quedó atascada en lo que parecía haberse vuelto un mar de brea. Ni el látigo de la contramaestre ni la promesa de una mejor paga, obtuvieron resultados de aquellos brazos que hendían las aguas sin poder impulsar los remos. La capitana dejó caer el ancla para luego sacarla del agua, comprobando que su densidad no había cambiado. Con poco más de la mitad de los remeros disponibles, no hubo tripulante que no obedeciera la orden de empuñar las cañas, hundir las palas en el agua y empujar con todas sus fuerzas. Aun yo me encontré en aquella posición que días antes me hubiera parecido la peor de todo el barco. Tanta era la desesperación de avanzar, estando ya tan cerca del destino, que los marinos más fuertes combaron los remos, como si estuvieran apalancados bajo rocas y no sumergidos en el agua salada.
Tras varias horas sin obtener resultado, el hombretón que hasta entonces solo usara su fuerza para arrojar gente por la borda; se ofreció para zambullirse y averiguar si no se trataba de algún banco de sargazos sobre el que estuvieran atorados sin saberlo, acumulados ahí por la corriente que había dejado de arrastrarlos. La capitana no parecía convencida de la idea por la impureza del agua, a lo que el hombre dijo que no sería la primera vez que nadara en una cloaca.
Volviendo todos a cubierta, la capitana ordenó a un viejo marino que atara muy bien una soga en la cintura del nadador, haciendo un nudo suficientemente resistente como para que, de haber una corriente desconocida, nos permitiera subirlo si era llevado más allá de seis o siete de codos. El nadador se amarró a la muñeca derecha la empuñadura de un cuchillo de bronce y de un salto se zambulló en las aguas oscuras.
Casi de inmediato, los seis marinos que sostenían la soga, fueron arrastrados hacia la borda. Haciendo acopio de fuerza resistieron, pero clamaban por ayuda. No solo el resto de la tripulación, sino la capitana, la contramaestre y yo, sujetamos la dura cuerda tratando de jalar al hombre. Incapaces de hacerlo, se llamó a una docena de los remeros más fuertes. La cuerda fue jalada ya no hacia abajo, sino hacia proa y después a estribor, como si un enorme pez hubiera mordido un anzuelo… pensamiento aterrador, sabiendo el tamaño del cebo que estaba del otro lado de la cuerda que cuarenta mujeres y hombres no estábamos pudiendo jalar ni medio codo.
Repentinamente, la cuerda cedió y todos caímos a la cubierta. Jalando rápidamente, no tardamos en encontrar que en el extremo, ya no estaba el marinero.
Una brisa muy leve sopló lo suficiente como para que las velas se hincharan por un instante, lo que permitió avanzar al barco tras una larga jornada de inmovilidad. De inmediato se escucharon las órdenes y los latigazos, y los remos que antes fueran incapaces de movernos, encontraron nula resistencia en el agua, liberándonos del estancamiento y encontrando pronto el final de aquella mancha negra en el mar, volviendo al azul infinito.
Al amanecer del siguiente día y a poco menos de una semana para terminar el viaje, entre los remeros y marinos empezaron a hacerse especulaciones. Hablaron de un calamar gigante que oculto en el mar de su tinta, hubiera aferrado el barco, y de cómo el cuchillo de bronce del hombretón seguramente le habría dado muerte. También se habló de la extraña sensación de que hubiera manos sujetando los remos cada vez que los metieran al agua, pero en esto no estaban de acuerdo todos.
Antes de que esta aventura terminara, noté que a partir de aquel día, el viejo marino que había atado al desdichado sepulturero y nadador, pasaba su tiempo libre midiendo codo a codo la longitud total de aquella cuerda. Después de resistir la curiosidad varios días, finalmente le pregunté qué estaba haciendo. El viejo había visto y oído muchas cosas, y rascándose la barba plateada me dijo que no terminaba de entender lo que habíamos atestiguado: aquella cuerda no había sido cortada ni arrancada de su extremo. La había medido una y otra vez para asegurarse de que seguía siendo igual de larga que cuando la había atado a la cintura del difunto. Aún más: estaba seguro por las marcas de su extremo, que la habían desatado. Supuse que de ser así, habría sido el marinero mismo quien lo hiciera. El viejo suspiró y pasó sus dedos por el final de la cuerda: esto era muy improbable, el nudo estaba a su espalda y el agua era negra como noche sin luna, era imposible haberlo desecho sin verlo y sin ayuda.
Pero aquel nudo había sido desatado hábilmente por manos humanas, no cabía duda.
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